viernes, 12 de septiembre de 2014

Sagas de Islandia (II): de cómo cuatro somontaneses aterrizaron en Keflavik y comenzaron a dar la vuelta a la isla

Tras el primer capítulo de las Sagas de Islandia [Sagas de Islandia (I): cuánto cuesta ir hasta allí en autocaravana y otras cuestiones fundamentales] continuamos entrando ya en harina de lo que fue el viaje en sí...

A mediodía del domingo 17 de agosto el coche de Nacho con Toño como copiloto proveniente de Naval hace su aparición en el Barranqué para recogernos a Lemus y a mí. Ponemos rumbo a Barcelona y tras dejar el auto aparcado en casa de Toño echamos un bocadillo y marchamos hacia el aeropuerto para coger el vuelo que nos lleve a Berlín.

El porqué de tan extraña combinación se debe a que era la forma menos traumática de llegar a Reykjavik ese domingo. Las demás incluían escalas de una hora en Oslo o de varias en Londres. Vuelos directos no había. Y el motivo por el cual decidimos volar un domingo fue porque si no no había manera de cuadrar las vacaciones de los cuatro integrantes de la expedición. Es lo que tiene trabajar en fábricas, que dispones de bastantes días de vacaciones pero no cuando te interesan.

Desde abril se empezó a gestar de una manera seria el viaje y no era cuestión de que unos turnos rotativos que coincidían parcialmente al principio y al final de mi mes de vacaciones marcado por la empresa chafasen la operación. ¿Se podría haber hecho de otro modo? Sí. ¿Hubiésemos podido ir todos? No. Por tanto el formato de viaje se decidió de esta manera para que el mayor número de gente interesada pudiésemos ir.


Llegamos al aeropuerto con el tiempo bastante justo de pasar los arcos de seguridad con cacheo incluido y comer un McFlurry de esos o cómo puñetas se llamen los helados de BurryKing. Y embarcamos en el avión rumbo a Berlín. Bueno, rehago la frase. Embarcamos en el autobús con alas rumbo a Berlín. Asientos estrechos, pasillo atestado de azafatas con el carrito de los bocadillos y alemanes levantados echando cubatas en el pasillo. Al menos una de las azafatas era guapeta, lo único salvable del surcamiento celestial del autocar volador. La compañía propietaria del talabarte, la empresa low cost de la aerolínea germana por excelencia. No se dejen engañar por el hecho de que sean alemanes, no es como lo de Ryanair pero van parejos. Los autobuses de La Oscense son bastante más cómodos, ande va a parar.

Aterrizamos en Berlín pudiendo contemplar bastante de cerca la ciudad sobre la que destaca la torre de la radiotelevisión, el Pirulínen para entendernos, y cual es nuestra sorpresa que la primera vez que pongo un pie en Alemania que el aeropuerto parece situado en alguna república del Caúcaso. Pero hace treinta años. Si el autobús volador era perrero el aeropuerto de Tegel lo supera con creces. O la austeridad promulgada por Frau Merkel está haciendo estragos o en esa zona de Berlín Oriental todavía no se han enterado de lo del Muro. O en España con menos dineros se han hecho aeropuertos apistonantes en cada capital de provincia y luego sales fuera y te parece todo una birria, también puede ser esto.

Otro bocadillo esta vez compuesto de pan negro, algo parecido a lechuga, queso y productos indeterminados y no identificables de esos que causan furor en Centroeuropa y embarcamos con la misma compañía rumbo a Keflavik a eso de las 22 h con cuatro horas de vuelo por delante.

Al ir a ocupar nuestros asientos dispuestos en filas de a 3, una señora española nos dice que el crío que nos toca al lado a Lemus y a mí en la ventanilla es hijo suyo. Intercambiamos el asiento en aras de la reintegración familiar que consta además de otra cría más mayor. Resultado de la jugada: la mamá con los pequeñuelos sentadetes todos juntos, los navaleros en la fila de atrás y Lemus y un servidor desperdigados en la otra punta del avión uno en cada lado, rodeados de islandeses.

Me dejo la guía, los mapas, no llevo una mala revista... A mi derecha dos gachos que son como el gordo y el flaco. Uno pequeñajo, rubiales y barbilampiño y el otro grandaz, moreno y con barbuz. Y con el sombrerete típico de haber estado de fiesta por España y haberse puesto como las Grecas. Lo de la izquierda es peor ya que desafía los principios básicos de la Física. Cómo semejantes tres sílfides han cabido juntas en tan reducido espacio. Tres zagalas eran. Gordetas, de buen año.

Comienza el vuelo del coche de línea con alas y las azafatas, esta vez para nuestra desgracia bastante reciotas, dan rienda suelta a sus habilidades comerciales paseando el carrito de los cojones por entre el personal. Las compañeras de la izquierda para más inri roncan, todo se convierte en un auténtico festival del humor.

Tras tres horas intentando dormir decido dar por concluido el paripé y echar partidas en el móvil al "Zombie Tsunami", jueguecillo bastante adictivo y que se deja jugar pero en el cual descubres cómo tras veinte minutos de sesión y doce horas de viaje por diversos medios de locomoción el cerebro reblandecido de zombie comienza a ser el tuyo. Por suerte la ventanilla enfocada al norte (deduzco que esa era su posición, el autocar alado no dispone de pantallas para visualizar la ruta, me doy con un canto en los dientes si el comandante tiene una de esas) ofrece un bonito espectáculo. Es la 1 de la madrugada en España, como las 11 de la noche por esos lares y el horizonte presenta un tono rojizo como si el sol no llegase a esconderse.

El fenómeno dura hasta el momento del descenso cuando las nubes de baja altura fastidian el espectáculo. Aterrizamos en Keflavik en un aeropuerto bastante apañado y acogedor. Tras recoger el equipaje y sacar algo de dinero local (Corona Islandesa, 155 ISK = 1 €) salimos a la calle para pisar el suelo de Islandia de una puñetera vez. Son las 12:30 hora local, dos horas más en España. Hay que ponerse el chambergo ya que vamos en managa corta. hace fresquete pero no es exagerado. Unos 12 grados.

Rápidamente acude un taxista. Nuestro amigo Fittipaldisson. Jovenacho, medio albino, con los ojos saltones, ataviado con una gorreta de beisbol. Cargamos dos maletas, nos subimos Lemus y yo al coche y el fenómeno arranca a toda pastilla. Por medio de señas y en inglés le hacemos ver que se ha dejado dos maletas y dos pasajeros. Acojonante. Fittipaldisson nos pide perdón y repite "It´s not a joke, it´s not a joke", que no ha sido una broma, que se ha despistado porque llegaba entonces de hacer un viaje a Reykjavik y se ha despistado. Un auténtico crack.

Una vez subida toda la carga y el pasaje al completo Fittipaldisson (hijo de Fittipaldi) reemprende la marcha. El paisaje en los alrededores de Keflavik y más a esas horas es... bueno, no hay palabras, es Keflavik. Si ustedes han jugado al CityVille, Civilization, SimCity o alguno de estos simuladores en los cuales se pueden construir ciudades, existe un punto en el que la ciudad tiene sus casas, sus tiendas y su casi todo pero le falta chicha. Que si unos árboles por aquí, un monumento por allá, una rotonda con un parterre... Cosetas. Keflavik es así, casas prefabricadas, ni un puñetero árbol, todo muy llano con tierra semivolcánica.

Aparte de las luces del aeropuerto y de la especie de base que tienen los yankis en la punta del pueblo no se atisba mucha más vida. Mientras Fittipaldissson te lleva al hotel sin cinturón de seguridad, las luces de posición, derrapando en las rotondas y demás lindezas te preguntas qué hostias haces ahí. Si un viaje a Punta Cana no hubiese sido mejor. Estás cansado y te quieres ir a dormir y mañana que salga el sol por donde quiera.

Llegas al hotel, Fittipaldisson te jode 2500 ISK (15 leuros) por un viaje de diez minutos y se despide pegando trompo en la punta de la calle y volviendo a por más incautos al aeropuerto. A la 1:00 hora local ponemos nuestros malolientes y pesados culos en las camas de las habitaciones. Aprovecharemos bien la circunstancias puesto que las siguientes noches dormiremos en sacos de dormir metidos en una autocaravana aparcados donde Dios nos dé a entender y soportando concierto sinfónico de vientos.

Como entrenamiento la noche me toca pasarla en compañía del inefable tenor Toñoño. A la media hora de concierto y tras colocar en las orejas unos tapones que tenía en la maleta y que tan bien me hubiesen venido en el autobús volador, consigo conciliar el sueño y aislarme de los ronquidos de oso cavernario que retumban en la sala. 

Dormimos al fin hasta la mañana siguiente. La primera impresión acerca de Islandia no es muy buena. Pero bien dormidos y bien desayunados (y eso ya será otro cantar) muy pronto comenzaremos a descubrir que estamos muy pero que muy equivocados.

La saga continuará tras este episodio de terror en el que pueden convertirse los viajes "low cost" (entrecomillo lo de barato porque era económico por los cojones) en el siguiente capítulo: Por qué no hay que comprar agua en Islandia ni entretenerse demasiado en el Círculo de Oro donde ya de una puñetera vez comenzará a relatarse todo lo bueno que tiene el viajar a ese país.

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