domingo, 14 de diciembre de 2014

Sagas de Islandia (y VI): Desmadre en Reykjavik: tercio maratón, una tarde en el museo y nuestro amigo Arnold


Viernes, 22 de agosto. Nos levantamos después de haber dormido la mar de bien en el camping de Akureyri. Sitio tranquilo y barato, como todos los campings del país. Antes de desayunar revolotea la idea de tomar una ducha en las instalaciones del recinto pero Nacho y yo ni nos lo pensamos, nos vamos escopeteaos al Sundlaug Akureyriar bajo la promesa de no estar chapoteando más de una hora. Para gustos colores, pero no alcanzamos a comprender como el resto no nos acompaña a tan memorable piscina. La foto del recinto no le hace para nada justicia, fue sacada a través de la valla perimetral debido a que dentro estaba terminantemente prohibido el uso de cámaras. Y hombre, que me echen un día de la piscina municipal de mi pueblo por hacer el manguán me importaría un bledo, pero que me echasen de la piscina de Akureyri pues como que no.



La remojada fue similar a la del día anterior con la diferencia de que en lugar del fresquete de la tarde teníamos el fresquete de las 8 de la mañana y en lugar de una parejeta en la zona de los chorros había señoras tomando el sol (ya me explicarán cómo pretenden coger moreno en un lugar cercano al paralelo 66º a esas horas). En el jacuzzi también somos objeto de las miradas de las gentes del lugar e incluso en los vestuarios uno de los socorristas nos indica que debemos ducharnos antes de entrar a la piscina. Decididamente sacamos mucha pinta de guiris. Le decimos que no se preocupe, que de hecho venimos a eso, a ducharnos, pero el tío no se fía y nos va vigilando.

Un socorrista que en invierno tiene el puesto en una torre acristalada como las torres de control de los aeropuertos para que no se chele de frío. Curioso. Tras tirarnos un par de veces por los toboganes e ir a la sauna damos por concluida la estancia en una de las piscinas más apistonantes donde he tenido el honor de remojar los pinreles. A la vuelta a los vestuarios descubrimos el secador de bañadores, una especie de cubeta en la que al introducir el bañador mojado y bajar la tapa, gira centrifugando el agua y te lo devuelve seco para poder meterlo tranquilamente en la mochila. Reflexiones acerca de lo higiénico del invento las dejamos para otra ocasión pero el caso es que nos vamos aclimatando a las costumbres del lugar, si al final de cada frase dijésemos un yaauu muy fuerte para expresar conformidad o asentimiento pareceríamos del lugar. Lo malo es que hay que marchar.




Desayunamos en la caravana y ponemos rumbo a la capital. Esta mañana no hay nada más que ver, el viaje transcurre por la zona noroccidental de la isla, dejando a mano derecha la interesante península de Snæfellsnes donde se aloja el volcán que da acceso al centro de la Tierra en la novela de Julio Verne aparte de montañas y parajes perdidos del resto de la, ya de por sí, salvaje isla. Pese a que por donde circulamos no deja de ser interesante no tiene ni punto de comparación con lo visto los anteriores días. La carretera se empina en algún pequeño puerto de montaña, se ven montañas nevadas, caballos y los pequeños establos donde los pastores reparten las ovejas de cada uno cuando toca recuperarlas de los pastos verdes por donde pululan a sus anchas. Pero no hay mucha cosa más.


El viaje transcurre escuchando música cada vez más ecléctica, dejemos ahí el calificativo y no ahondemos más en lo que soportaron nuestras cabezas aquellas horas. Aparte Toño y Nacho están enzarzados en la parte de atrás en un estúpido juego de cartas mezclado con bolas de queso del kilo comprado en Höfn y que nunca se acaba.

Llegamos a Borgarnes creyendo firmemente que como en esa zona se crían caballos podremos comer hamburguesa de caballo. De la clase de bulos que la mente humana es capaz de generar bajo aislamiento en una autocaravana y alimentación deficiente. Alguien lo soltó por hacer la gracia el primer día y el bulo fue creciendo solo. El viernes creíamos a pies juntillas que en ese pueblo nos íbamos a zampar una hamburguesa de caballo del ídem, de caballo. También circuló el bulo, menos plausible, de que en algún lugar que nadie supo concretar también se dedicaban a la manufactura de hamburguesas de frailecillo (el cómico pájaro visto en las playas del sur de la isla). Este bulo no caló tanto pero el del caballo era un hecho irrefutable hasta que nos dimos de morros con la cruda realidad.

Así es que tuvimos que ir al área de servicio del lugar y retornar a nuestro querido menú de hamburguesa de cordero o de ternera aderezado esta vez con helado. Mala no era, pero comer siempre lo mismo resulta aparte de monótono, una magnífica excusa para que las tripas se rebelen y amenacen con darte el día. En cualquier caso aprovecho ese rato con wifi para confeccionar uno de los equipos de la porra de la Vuelta a España y rematar otro en el que me juego algún premio bastante suculento. Ambas porras serán un fiasco. Islandia está muy bien para muchas cosas, pero no para las porras de ciclismo. Encima Lemus, un tío que se quedó en Dufaux y Virenque y que no tenía ni papa de quién era Fabio Aru, aprovechando los ratos en los que le hago de copiloto se pone al día en cuanto al pelotón internacional y sin quererlo le hago el equipo a medida para que rasque puesto de honor en una de ellas. Qué catástrofe.

A primera hora de la tarde llegamos a Reykjavik cruzando por el túnel que pasa bajo el mar en Akranes. Akranes existe y de hecho es una de las playas en las que uno se puede bañar allá arriba, los que hayan echado horas al mítico PC Fútbol les sonará el nombre porque era uno de los clásicos equipos que a veces daba algún disgusto en la Copa de Europa. De esos típicos fallos de programación de aquellos juegos de 2995 pesetas. Y una vez realizado el apunte friki acerca de Akranes pasemos a lo grueso: Reykjavik.

Reykjavik como tal cuenta con poco más de cien mil habitantes. Contando todo el área urbana se va al doble. Aún así es una ciudad pequeña y acogedora con un tamaño muy recogido en el que se puede llegar de un sitio a otro caminando. De hecho no tuvimos ningún tipo de problema para aparcar la autocaravana en un pequeño solar de una de las principales avenidas enfrente del puerto. Junto a una tumba. Tumba con lápida en caracteres cirílicos para más señas.


Al preguntar a la chica de la oficina de turismo si el lugar donde aparcamos estaba permitido y si tendríamos algún problema para dormir allí (obviamos lo de la tumba) la chica no puso ninguna objeción salvo que la Maratón de Reykjavik pasaría por allí delante a la mañana siguiente y el tráfico podía quedar cortado. Por lo de dormir allí ni se inmutó y el hecho de saber que al lado había una tumba, y en cirílico, posiblemente en poco o nada hubiese perturbado la paz de esta tranquila islandesa. Viven tranquilos.


Así pues nos fuimos al centro de la ciudad a visitarlo con la tranquilidad de que la caravana estaba bien aparcada. Un lago con patos, dos calles principales atestadas de gente, mucho comercio, la catedral de curiosas formas cuya torre incomparable a cualquier otra vista antes se alza majestuosa hacia el cielo guardada por la figura del vikingo Leif Eriksson.



Tras una primera toma de contacto echamos la primera cerveza de la tarde y Toño saca a pasear al comandante Lassard. Ese amigo que le ha acompañado en tantos y tantos viajes por el mundo desde aquel primer encuentro en Santander aquel verano que decidimos que semejante camiseta iría a parar como premio a aquel de nosotros que lograse comer y beber más y así pudiese demostrarlo ante la báscula. En esta ocasión tuvimos la mala suerte de que el festival del bacon ya se había pasado porque si no hubiésemos montado otra santanderada a buen seguro. Pero Reykjavik nos iba a ofrecer otros entretenimientos.





Una vez repostados continuamos con la visita a lo alto de la torre de la catedral desde donde se ven unas buenas vistas de Reykjavik. Todo casitas bajas y coloridas. Ya abajo nos llama por teléfono Inés, la hermana de Nacho, quien acude con su amiga y compañera de trabajo, Silvia, a las que habíamos prometido el martes hacer todo lo posible por llegar el viernes a Reykjavik para salir de fiesta con ellas. Y una vez nos encontramos pues no se nos ocurre mejor manera de celebrarlo que ir a echar más cervezas.


De ahí a una pintoresca hamburguesería donde coincidimos con grupos peculiares de gente y a los que iremos viendo más adelante por la ciudad cuando salimos de bares por la noche reikiavinkense. Mucha niña mona (luego volveremos al tema de las mujeres islandesas), mucho chaval siguiendo la tendencia agroskater impuesta en la norteña Akureyri, bastante alcohol, gente empifolada a la una de la mañana y bares muy pero que muy curiosos. Por ejemplo, el Lebowski. Sigue en parte la temática de la película de El gran Lebowski con las puertas de los baños decoradas con los personajes de la cinta. Pero luego desparrama y en las escaleras que suben a una especie de terraza (terraza en Reykjavik, en un bar nocturno; gente sin complejos) las paredes están forradas de portadas de la revista Playboy. La música ochentera y uno de los camareros que parece Otto el autobusero de los Simpson pero sin gorra y con chaleco de Bruce Springsteen va aporreando las lámparas que hay sobre la barra como si fuera un xilófono. Decadente.

Otro ejemplo. El Kiki. Con este nombre ya se podrían hacer una idea. Además la pared está pintada, claramente, con los siete colores del arcoiris. Vamos, blanco y en botella. Pues como sería la torrija que nublaba nuestras mentes merced a la ingesta de alcohol, la insuficiente alimentación de los días previos, el cansancio y la constante visión de bellas walkirias, que algunos no se dieron cuenta del carácter del establecimiento hasta pasado un buen rato. Cuando al mirar alrededor aparte todas las paredes tenían pintados arcoiris. Di que de lo que iba el bar a lo que luego había dentro pues no tenía mucho que ver ya que la gente rondaba todos los garitos por igual y por eso nos costó darnos cuenta. Eso sí, en los baños alguno casi hace nuevos amistades muy a su pesar.

Aún tuvimos tiempo de recenar un kebab mientras en la calle unos zagales se zurraban en plan de broma muy al estilo maciello del Pirineo. Uno de ellos nos contaba que esa costumbre era del lugar aunque no apareciese en las guías de viaje, todo ello mientras sus dos amigos iban pasando del pressing catch a la lucha canaria pasando por el boxeo de borrachos. Muy educativo.

Al final nos vamos a dormir o al menos a hacer verlo.

Sábado, 23 de agosto. Como a las 9 de la mañana más o menos y tras haber maldormido unas cuatro horas comienza a sonar Calfornia dreamin de los Mamas & the Papas en la calle. A modo de bucle la cancioncita sirve para amenizar a los corredores de la Maratón de Reykjavik a su paso por el km 9. Mira que podían haber puesto canciones e incluso en un alarde de esplendor, combinarlas, pero esta gente puso esa a piñón. A la hora y pico de martilleo con la cancioncita vamos levantándonos y salimos a la calle a animar a los participantes de la carrera. 10 K, Media Maratón y Maratón todo junto. En algún momento de la primavera Nacho y yo tuvimos la feliz y pasajera idea de apuntarnos a esta carrera. Por fortuna no lo hicimos ya que me cuesta imaginar como hubiese sido correr 21 km con la cabeza como un ternero (es decir, resacoso) después de haber salido la noche anterior.


Así y todo, y teniendo en cuenta que soy un "corredor" malo, con mi marca en media maratón hubiera quedado por mitad de la clasificación. No sólo es que pase gente caminando a ritmo pausado sino con amigos a colicas o directamente cogidos como un fardo y echados al hombro. Demencial. ¡Otro año creo que nos apuntaremos!

Es nuestro último día en tierras islandesas así es que aprovechamos para hacer las últimas compras de recuerdos y camisetas después de desayunar algo en una cafetería. Además toca devolver la autocaravana pero hay un pequeño problema. La hora de devolución es a las 16h de la tarde y nuestro vuelo sale pasada la medianoche. Así es que Inés y Silvia se prestan a acompañar a los conductores hasta Keflavik a dejar la caravana y traerlos de vuelta a Reykjavik en su coche a pasar las últimas horas. Como no hay sitio para todos en el auto ya que somos seis, cuatro personas deben marchar a devolver la caravana y otras dos se deben quedar a esperarlas. Y el premio gordo de los que deben esperar en Reykjavik recae en Toño y un servidor.

Es la una de la tarde y ahí estamos mano a mano frente a un buque de la Guardia Costera Islandesa amarrado en el puerto y que sirve de barco museo. Es de esos sitios a los que de pequeño te podrían haber llevado con el colegio y hubiesen supuesto dos horas perdidas de tu vida. Pero con Toño sabes que lo pasarás genial así es que entras porque aparte no hay que pagar.

En el museo marítmo ya acontece la primera comedia. Al entrar al baño a orinar, el primer percance. Al ir a salir, el pestillo que no gira y la puerta que no se abre. Lejos de ponerme nervioso y comenzar a gritar o aporrear la puerta intento forzarla como en las películas hasta que Toño extrañado por mi ausencia me dice desde el otro lado que va a buscar a algún responsable del museo. Al final la puerta se abre de la manera más tonta al forzarla como si quisiera cerrar en lugar de abrir, momento en el que llega Toño para decir que el responsable ya está enterado de que la puerta falla "y a veces pasa eso" y que probemos. Porque se abrió la puerta que si es por el responsable hasta el día del juicio final podemos estar probando. Esta gente no se estresa.

Pasamos al barco como tal a deambular por sus camarotes. O el responsable de atrezzo es un hacha o esas habitaciones están tal y como las dejaron cuando el barco cesó de su servicio. Si lo han creado todo desde cero, desde aquí expreso mi más profunda admiración ya que el detalle de las cintas de casette pegotinadas contra un hule de flores en una de las mesas, la dentadura postiza, las revistas de fútbol de cuando el Naranjito, los cepillos de dientes o los cuchillos de cortar el pan con migas pegadas, son detalles muy logrados.


Las risotadas de nuestro particular tour son tan estentóreas que nos asignan unos viejecitos muy simpáticos que actúan como voluntarios y que nos vigilan mientras entramos en los camarotes y que acentúan su marcaje cuando llegamos a la sala de máquinas. Deben sentir auténtico pavor de que esa pareja de españoles que avanza entre carcajadas por los pasillos la líe parda. Tras este rato tan divertido marchamos del museo y como los encargados de devolver la caravana no han regresado decidimos seguir con la caminata.


No somos conscientes de ello pero estamos inmersos en nuestro particular Tercio Maratón de Reykjavik. Muy chino chano y con avituallamientos sólidos y líquidos pero 14 km al fin y al cabo que nos zampamos merodeando por allí. Tras las dos primeras horas de carrera toca sólido, cucurucho de chocolate y hacemos una intentona por entrar en el museo de las Sagas. Como es de pago y no sabemos cuando regresarán los de la caravana decidimos dejarlo para más tarde no vaya a ser que haya que salir en mitad de la visita a reencontrarnos... Ilusos...


Hablando de cucuruchos y helados. Existe una curiosa cadena de heladerías cuyo logotipo es bastante curioso y que fue motivo de burla y escarnio por nuestra parte. No es otra que las heladerías YoYo. 



En la foto no se aprecia bien aunque por la cara que pongo parece que nosotros sí que lo apreciábamos en ese momento. Rebuscando en internet surge una imagen de un anuncio cualquiera de los helados YoYo. Observen. 



No sólo es que el contenido del cucurucho tenga una forma característica, es que el logotipo tiene la forma de una mierda. Los helados deben de ser muy buenos, pero el logo es total. Sólo le falta saludar como si fuese la caca de la Arale. La cual por cierto cuando saluda emite un característico ¡Oyo!. Increíble.



Acudimos a una especie de Mercado Central pero todo lleno de productos de segunda mano o antigüedades. Entre jerseys de lana, bufandas, libros, muebles, zarrios en general y los típicos puestos de mercadillo con camisetas y banderas encontramos un divertido recuerdo typical spanish que seguro hace sangrar los ojos a más de uno. Por la combinación de colores y esas cosas. 


Nos acercamos al Palacio de Congresos que se encuentra junto al mar y a la escultura que simula el esqueleto de un Drakkar. La escultura es pequeñita y sirve más de castillo para los peques que para otra cosa pero el Palacio es bien bonito con su geometría de celdas acristaladas. Además en el exterior hay una exposición de cadillacs. Tras ver los coches alguno de los dos propone acercarse al centro "a ver qué hay". Aparte de que va tocando un avituallamiento y seguimos sin noticias del resto.



Nos han comentado algo de que hay una especie de festival de música en la calle. Madre del amor hermoso lo que había allí montado y nosotros haciendo el canelo en un barco sacando fotos a dentaduras postizas... Eso no es un festival, es la rehostia en bicicleta. Cada doscientos metros, en cualquier plaza, explanada, jardín, parquecillo o cualquier foricachón digno de habilitar cuatro maderos a modo de escenario y un poco de paja o una alfombra de césped artificial a modo de pista de baile, hay escenarios con gente pinchando discos o cantando o con grupos tocando.


Para más inri, lo primero que vemos Toño y yo es uno de esos escenarios en el que está bailando, o mejor dicho, flotando, una walkiria vikinga de gráciles formas. Se encuentra rodeada por pintorescos personajes que nos suenan de la noche anterior pero no logran eclipsar los bailes de Miss Reykjavik. En esos momentos recibimos las primeras señales de vida de los que han ido a devolver la caravana, que aún tienen para rato. Le preguntan a Toño que dónde estamos. Toño responde con un escueto "en el paraíso" sin dar más detalles mientras bailamos al son de las alegres tonadas que reconfortan el alma y alegran nuestro corazón rodeados de las guapas reykiavikenses.

Las reykiavikenses: en líneas generales las mujeres islandesas, al menos en cuanto a lo que pudimos apreciar, se dividen en guapas y muy guapas. En la zona oriental de la isla abundaban además las mujeres grandotas (y no estoy diciendo que sean feas ni mucho menos) simplemente es que son muy altas y muy fuertes. En la zona norte y en la capital son más recogidas y en general bastante rubias o en todo caso castañas. De rasgos nórdicos con ojos claros y excesivamente guapas. Sin embargo hubo una circunstancia que nos perturbó seriamente. Debe de ser la moda o, según hemos podido deducir deambulando por la red, que en Islandia también existe el fenómeno choni. Me explicaré. Imaginen una chica rubísima de ojos azules con las cejas muy perfiladas y pintadas de negro. Si la chica es guapa pues sigue siendo guapa aunque sin ese emplasto en la cara estaría mejor. Pues bien, esa circunstancia la pudimos apreciar tanto en Akureyri como en Reykjavik. Por cada una a la que le quedaba medianamente bien se veían tres o cuatro destrozos, alguno bastante serio.


Los islandeses al parecer las llaman skinka y son ni más ni menos que nuestras chonis. Y sean skinkas o no la verdad es que el gen vikingo las domina, son mujeres de armas tomar, muy suyas y bastante inabordables. Pero vamos, que al margen de que hubiese alguna skinka o no, hecho al que tampoco dimos mucha importancia en ese momento, ahí nos quedamos embobados en el baile unos cuantos minutos hasta que la sed aprieta y decidimos ir a echar una pinta a un pub cercano.

Es allí donde entablamos conversación con un hombre de unos cincuenta años que se nos presenta como DJ (aunque su aspecto no concordaba con la profesión). Todo empieza en la zona de fumadores a donde salimos a beber y el tío nos viene al oírnos hablar preguntando si somos mexicanos. A partir de ahí toda una conversación de unos diez minutos en la que nos hacemos una ligera idea del concepto tan abstracto que tiene del mundo este particular islandés.

Confunde mexicanos con argentinos y españoles y no le queda muy claro donde cae el País Vasco, Valonia, Normandía o Bretaña. Al decirle que somos aragoneses y explicarle la ubicación en el mapa se arma un cacao monumental mezclando todas las regiones europeas antes mencionadas. Eso sí, al comentarle que Toño vive en Cataluña el tío lo clava a la primera. Toca-ti els collons. Luego nos pregunta qué hemos hecho estos días por su país y al comentarle que un día fuimos a ver frailecillos a una playa nos contesta que "yo no he visto un jodido frailecillo de esos en mi puta vida". Un tipo curioso.

De allí creo, y digo creo porque el espaciotiempo comenzaba a replegarse de manera abrumadora sobre nosotros, fuimos al Museo de Arte Nacional. No recuerdo muy bien con qué finalidad. El caso es que una vez entramos nos invade una poderosísima necesidad de miccionar. Buscando los baños nos aborda una simpática dama que se encuentra realizando una especie de experimento sociológico. 

Con una cámara de vídeo y una silla situada frente al objetivo va sentando a gente por un periodo de dos minutos. Ante la cámara uno puede cantar, hablar, hacer muecas o no hacer nada, hay libertad absoluta. En el mismo instante en el que la moza posa sus ojos sobre nosotros me siento utilizado de manera vil y artera puesto que el premio gordo, y nunca mejor dicho lo de gordo, es sentar a Toño dos minutos frente a la cámara y para ello la chica deduce que primero tiene que convencer al amigo largirucho aunque su actuación sea prescindible.

Me niego categóricamente una, dos, tres veces. Al final le decimos que nos sentamos si nos dice donde están los baños. Cuando estoy a punto de escapar a mear y dejar a Toño con el embolado para no volver es él quien se adelanta y me deja solo con la moza la cual me obliga a sentarme frente a la cámara. Con la vejiga a punto de explotar y cortado sin saber qué decir se pasan los dos minutos mientras Toño regresa a descojonarse.



Una vez terminada la sesión le toca el turno a Toño el cual ni corto ni perezoso imparte una charla que todavía intentan traducir y desentrañar el sentido los más prestigiosos estudiosos del país. Desde el Espanya ens roba hasta el somos cuatro maciellos que hemos venido de vacaciones a Islandia, bueno, estos son maciellos pero yo ya soy tión, no queda títere con cabeza en un discurso delirante. La moza no tiene ni idea de lo que Toño está diciendo pero sólo de verme llorando de risa ella también se parte.

De allí marchamos a contemplar más actuaciones callejeras y en todos los escenarios se pueden ver cuadros realmente berlanguianos. Junto a un grupo de adolescentes sudando como puercos y bailando con movimientos simiescos se encuentran dos zagalas que posiblemente no cumplan ya los treinta flotando en medio al ritmo de la música mientras la carencia de ciertas prendas de ropa interior provocan un bamboleo desenfrenado de determinadas partes de su cuerpo. Y para rematar la estampa, niños de nueve o diez años bailando como si no hubiera un mañana al lado de sus padres y de las chicas sin sujetador.


Tras volver al primero de los escenarios donde hace unas horas bailoteaba Miss Reykjavik y darnos cuenta de que la moza ya no está decidimos ir a llenar semejante vacío existencial comiendo algo. Al lado de un puesto de hamburguesas y perritos encontramos uno de bocadillos de lobster, traducible por langosta, langostino o en todo caso un bichete de esos que está de muerte. Tanto como la bella dependienta quien tiene un aire a Magdalena de Suecia pero en guapa. Ni tan siquiera el "danos algo de lo que tengas con un poco de pan" borra su sonrisa y nos ofrece un bocadillo absolutamente memorable que nos arregla las tripas y nos da nuevas fuerzas para abordar otro nuevo reto.

Nos acordamos de que nos falta por ver una de las visitas de obligado cumplimiento y que se ha postergado por esperar al comando autocaravana que en esos momentos se encuentra comiendo en un restaurante atendidos por una malagueña que les cuenta vida y milagros (y menuda vida y menudos milagros...) en los cuales no entraremos en detalles. Como Toño y yo estamos abandonados a nuestra suerte decidimos acudir al Museo del Pene. Sí, han leído bien. En Reykjavik hay un Museo del Pene.


El surrealista diálogo con la pareja que nos indica donde se encuentra no sirve de mucho ya que el museo está ya cerrado así es que volvemos de nuevo al meollo de la fiesta, momento en el que nos llaman nuestros amigos con los que al final nos reencontramos para ir al cado donde bailaba Miss Reykjavik a rematar el último rato que nos queda antes de coger el avión.

Acontece entonces otro de los momentos más acojonantes del viaje. Bailando y haciendo el mec en la pista va entrando sed y al ver a gente con latas de cerveza vamos siguiendo el reguero de gente hasta dar con el punto donde las consiguen. Este no es otro que una barra callejera similar a las que se montan aquí para Fiestas.

Toda similitud con una barra de las de aquí acaba ahí. La barra en cuestión, con sus cámaras frigoríficas eso sí, está regentada por cuatro crietes con edades comprendidas entre los siete y los ocho años e incluso puede que les eche demasiados años y ustedes comprenderán el porqué después. Los cuatro crietes son negros, lo cual no tendría nada de especial a no ser por el hecho de que en Reykjavik la gente suele ser bastante rubia. No es que se vean muchas etnias diferentes a la nórdica por las calles, la verdad.

El cabecilla de hecho tiene un aire bastante acusado al personaje principal de la telecomedia estadounidense Arnold y con ese nombre nos referiremos a tan simpático zagalete. Al ponernos frente a la barra y tras un rifirrafe por hacerse con la voz cantante ganado por el genial Arnold, éste nos canta la carta y los precios de tan acojonante manera (todo ello en inglés, eso sí):

- One beer, five hundred; two beers, one thousand

(O sea: una cerveza, 500 coronas; dos cervezas, 1000 coronas. Nótese que por una lata de cerveza te tangan 3 €... y estaban a mitad de precio que en un bar normal!)

Nos quedamos mirando con cara de póker porque no sabemos dónde puñetas está la oferta por comprar dos latas así es que le pedimos cuatro latas. Arnold parece entrar en una breve crisis de pánico pero al momento, todo hacendoso, va sacando las latas de una en una y con evidentes esfuerzos ya que le pesan o no le llegan los brazos al fondo o al menos le cuesta desincrustarlas de la cámara. O todo eso a la vez.

Tras disponer las cuatro latas en la barra toca cobrar. Y otra vez revuelo en el que se vuelve a imponer Arnold extendiendo la maneta toda mostosa (de esas manos mostosas que tienen los críos a ciertas edades) para que le dé la tarjeta de crédito (porque sí, en Islandia uno puede pagar con tarjeta hasta en una barra raguñosa regentada por cuatro críos de siete años en la calle). Pero al ir a pasar la tarjeta tiene que teclear el importe y ahí comienzan las comedias. Se había aprendido el precio de una lata y de dos latas, pero de cuatro...



¡100 coronas! le dice Toño a lo que responde con una mirada torva y comienza a hacer cuentas con los dedetes hasta que al medio minuto y todo ufano espeta que son 2000 coronas y pasa la tarjeta. ¿Quiere usted ticket? nos pregunta a lo que le decimos que sí para que farde ya por completo ante los amiguetes. Culminada la transacción comercial más surrealista de mi vida, aparece en escena una mujer de unos cuarenta años que deducimos debe de ser la profesora, tutora o responsable legal de esos cuatro críos y ya nos quedamos más tranquilos. Así que nos despedimos momentaneamente de Arnold a quien visitaremos unas cuantas veces más para que nos avitualle convenientemente.


Arnold, el camarero más elegante, atento, servicial y, en resumidas cuentas, más acojonante con el que me he cruzado en toda mi vida.


La tarde toca a su fin y conforme va bajando el sol nos damos cuenta de que nuestra estancia en Islandia se termina. Con muy pocas ganas logramos salir de la plazoleta donde suena la música e ir a buscar las maletas que guarda Inés en su coche, para ir a la estación de autobuses a coger el coche de línea hasta el aeropuerto. En la estación nos despedimos de Inés y Silvia, que tan buenas anfitrionas han sido y que nos han aguantado estos días.


Ya "sólo" resta llegar al aeropuerto, cenar algo, esperar a coger el avión a las 2 de la mañana, volar en otro autobús con alas durante cuatro largas horas sin poder dormir, llegar a Barcelona a eso de las 8 de la mañana y coger el coche para llegar a casa cerca del mediodía. Lo bueno de ese rato fue el almuerzo que nos clavamos en un área de servicio de la autovía en algún punto entre Barcelona y Lleida donde un bocadillo de jamón, un bollo y un café nos salió por poco más de lo que nos cobraba el bueno de Arnold por una cerveza de lata. Lo malo fue todo lo demás.

Al llegar a casa a algunos nos costó un mundo recobrar el pulso a la vida diaria a pesar de haber pasado tan sólo una semana allá arriba. Los días nos parecían inusualmente cortos y volvía a hacer calor sofocante aunque luego en las piscinas el agua estuviese helada. Un chabisque monumental para la cabeza que se tradujo en dormir mal durante algo más de una semana despertando todas las noches sin saber donde estaba y mirando por la ventana de la habitación para ver donde se había aparcado la caravana.



Fue sólo una semana pero creo que causó bastante impacto a los cuatro integrantes de la expedición. Nos quedaron cosas por ver y por hacer, aparte de todo el interior y las penínsulas lo cual daría para dos semanas o más, pero cumplimos el objetivo de circunvalar la isla viendo lo más destacado que encontramos a nuestro paso. Además de los descubrimientos en forma de skyr, piscinas, ballenas, bares, reykiviakenses y akureyrienses, campings, festivales y arnolds. En definitiva, Islandia dejó una muy grata impresión, gracias también a la muy buena compañía. Por tanto, no sabemos cuando pero algún día, ¡volveremos!



2 comentarios:

  1. Qué gratos recuerdos!. Voy a mirar vuelos ya mismo para volver. Muy buena y sensual crónica Carlos.

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    1. Jojojojo, sobre todo sensual. ¿Lo dices por Toñoño y su camiseta del comandante Lassard?

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